jueves, 23 de junio de 2016

Jornada nocturna

Saco las llaves de mi bolsillo derecho, coloco la que corresponde en la cerradura y doy una, dos, tres vueltas, y las guardo en el mismo lugar. Cojo el pomo de la puerta, miro a ambos lados y entro. Veo al gato trepado en el mueble mirándome como si no me conociera, sus ojos brillan en la noche y ya no me inquietan como antes. Lo acaricio con el fin de molestarlo y se echa como su instinto felino lo sugiere. Camino por la sala y doblo hacia la derecha, empujo la puerta que está semiabierta y entro a la cocina, me sirvo un vaso lleno de agua y me quedo observando la repisa en donde se encuentran debidamente ordenados. Hay vasos de todo tipo, tamaño y modelo. Lo enjuago, lo dejo en su lugar y cierro la puerta. Cruzo por el comedor y veo de reojo los cuadros de mis tíos que llevan ahí desde que tengo memoria, y recuerdo que por el parecido físico que todos tienen, siempre que alguien los ve cree que son la misma persona. Voy por el pasadizo y sigo sin ver a nadie, solo el reflejo opaco del espejo me acompaña alargándose por todo el camino. Apago todas las luces y me dirijo hacia mi habitación. Luce ordenada, como siempre, bendita manía de tener todo en orden, milimétricamente pensada en cada mueble, en cada objeto. Pongo el morral en el escritorio, reviso el celular que me notifica la batería baja, respondo algunos mensajes y veo preguntas un poco exaltadas de ella, me quedo mirando la pantalla pero no respondo, no me siento de humor para esas cosas y lo dejo cargando en el velador en silencio. Coloco mi billetera allí mismo, y al lado veo la foto de mis amigos del colegio capturando el último y más importante partido de fútbol que tuvimos juntos. «Ya han pasado varios años», me digo, y pienso qué será de ellos. Me acerco a mi lugar favorito, mi librero, a escoger la lectura de la noche. Observo de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, y pienso que ya es hora de conseguir uno más grande, pues ya no cabe ni uno más, y que tal vez gasto mucho dinero en libros, pero que, desde luego, no me arrepiento. Hoy toca un pasaje de La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, la emboscada al Jefe Trujillo me tiene entusiasmado. Saco el libro, me siento en el escritorio, prendo la lámpara y empiezo a leer con una concentración implacable.
Once y cuarenta y cinco, «el tiempo pasa rápido», pienso. Cojo el separador de libros que me regaló mi padre, el cual tiene inscrito en él una frase de César Vallejo: «Ya va a venir el día, ponte el alma», y lo coloco en la página en la que dejé la lectura. Sostengo el libro mirando la portada por un momento, intento descifrar el dibujo tan extraño que tiene pero al cabo de unos minutos me rindo y lo dejo en la sección que corresponde, literatura peruana, y camino hacia la cama dejándome caer. Recreo en mi mente la jornada del día, pienso en las personas que me encontré y en las que me hubiera gustado haber encontrado, pienso en los trabajos que tengo que hacer para mañana, en los planes del fin de semana, en si debo llamarla o no, advierto de nuevo la hora pero sigo sin sueño. Me siento al borde de la cama y empiezo a rebuscar en el cajón cosas que no veo hace tiempo: discos, folletos, cartas, llaveros, busco algo pero no estoy seguro de qué. Cierro el cajón y me quedo pensando. Me paro, me dirijo al baño y me lavo la cara. Sé que todo va bien, pero algo me tiene inquieto, preocupado, y no solo hoy, sino desde hace varios días. Regreso a mi habitación, y casi por instinto, como una acción involuntaria del cuerpo, busco entre mis apuntes un texto marginal, una historia que dejé inconclusa hace un par de semanas y que, me digo recordando, debo terminar. Busco con calma porque sé que lo dejé en algún lado; abro revistas, cuadernos, libros, empiezo a generar un desorden que me incomoda de solo verlo, y entre un bloc de notas lo llego a encontrar: un cuadernillo de ocho hojas con título y con cinco páginas escritas, debo acabarlo ahora, me digo. Empiezo a leerlo, retomo el hilo de la historia y pongo manos a la obra. Palabras, situaciones, personajes, pensamientos, todos viven en un mundo creado por mí.
Dos y treinta de la madrugada, veo el reloj despertador que no deja de parpadear el tiempo. No quiero dormir hasta no terminarlo, aun sabiendo que tengo que madrugar. Si no lo acabo hoy seguiré sintiendo esta pesadez que no me deja vivir tranquilo. Y pienso, con una pasión indescriptible, que escribir es lo que me ha mantenido vivo todo este tiempo, enseñándome a vivir alejado de las siempre y viles decepciones, a ser más consciente de las trágicas injusticias que veo a diario, de los hechos caóticos que suceden en el mundo, de los amores en los que ya no creo, del tiempo que ya no pasa en vano. Pues, en mi jornada nocturna, escribir es en lo único que pienso, además de leer, cuando llego a mi habitación tras un largo día de momentos si es que no vengo acompañado, para dejar así, en un intento de satisfacción propia, de rebeldía, de aprendizaje, de ventana al mundo, en hojas que a veces terminan en un espacio virtual, fragmentos de ficción y también un poco de mi vida.