miércoles, 12 de abril de 2017

El accidente

Conversando con mi padre sobre los hechos desafortunados que se ven a diario en los noticieros, recordó cuando tuvo un accidente de tránsito en su motocicleta, en el mes de julio del año de 1996, faltando pocos días para las fiestas patrias. 
Yo apenas tenía tres años, y la única imagen que guardo en mi memoria sobre aquel accidente es la de mi padre echado en la cama de su habitación, mirándome como si no me conociera. 
Él venía conduciendo en su motocicleta después de haber hecho algunas compras de repuestos de motos, los cuales llevaba en un maletín grande sujetado a su cuerpo. Cruzando el puente Atocongo pensaba qué íbamos hacer para pasar las fiestas patrias: si nos quedaríamos en casa o si iríamos de campamento, como habíamos empezado a hacer el año anterior. Eran aproximadamente las cinco de la tarde, el tráfico avanzaba lento entre carros particulares, buses y motocicletas, y después de ese suceso común, no recuerda nada, ni siquiera el impacto del choque. Solo después supo lo que pasó gracias a un conocido que presenció el accidente. Según cuenta, una camioneta grande de color rojo chocó su motocicleta por atrás a alta velocidad, y que el sujeto, ante el perplejo, se dio a la fuga. 
Debido al fuerte impacto mi padre salió disparado varios metros adelante y cayó al borde del puente Atocongo. El testigo del accidente le dijo, ante el atónito de mi padre: «Un poco más y te caías del puente». Pero, solo un rato después de caer en la pista, cuenta que mi padre se levantó y se sentó al filo de la vereda del puente. Se quedó sentado, inmóvil, mirando a la nada, sin reaccionar, sin pronunciar palabra alguna. Tuvo suerte de que el maletín que llevaba, que era grande y estaba lleno de repuestos embalados, no se salió de su cuerpo amortiguando así la caída. Sin embargo, la casaca de cuero gruesa y de color negro que llevaba puesta, quedó destrozada tras el accidente. El testigo cuenta que al rato llegó un patrullero de la policía, y que después de revisar sus documentos y ubicar su dirección, se lo llevo a la casa. Cuando llegaron, mi madre recuerda que el patrullero que lo acompañaba le hacía preguntas, pero mi padre, por instinto, solo respondía con incoherencias. Cuando le preguntaban por su edad, él decía que tenía 18 años, que esta no era su casa, que no sabía qué hacía aquí. Ante todo esto, mi madre, confundida y asustada, llamó por teléfono a la hermana de mi padre, quien de inmediato vino a la casa acompañada de su esposo que es oficial de la policía nacional. Mi madre y quienes la acompañaban, pensaban que mi padre estaba ebrio por todas las incoherencias que decía. Pero mi madre, debido al tiempo, dudaba, porque él había salido hacía dos horas y no podía haberse embriagado en ese lapso, ya que solamente fue a comprar y al estar en motocicleta te movilizas rápido. Fue entonces que mi tío, que es oficial de la policía, le comenzó a oler bien la boca, y al darse cuenta de que no olía a alcohol, descartó que mi padre estuviera ebrio. Lo que tenía mi padre no era un problema de alcohol, sino consecuencia directa de los golpes sufridos en el accidente. Tras advertir esto, lo trasladaron al hospital María Auxiliadora, donde comprobaron que mi padre tenía fracturada la clavícula y tenía un duro golpe en el encéfalo craneano; debido a ese golpe había estado hablando incoherencias, y también había perdido el olfato y el sabor de los alimentos. Mi padre recuerda que se levantó al día siguiente del accidente con un gran dolor de cabeza y un dolor en todo el cuerpo, sobre todo en la parte de la clavícula. En el hospital María Auxiliadora lo habían tratado, según sus propias palabras, como a una porquería, porque esa noche lo habían hecho dormir en una camilla y lo único que le dieron fueron unos calmantes para los golpes. El accidente fue un día viernes, y lo tuvieron en observación hasta el domingo en la mañana, y ese mismo día, por la tarde, le dieron de alta. Mi padre cuenta que cuando le dieron la orden de salir, aún se sentía completamente mal, y que si él aceptó irse del hospital era porque estaba cansado y aburrido, y no hacían más que darle calmantes. Al llegar a casa lo recostaron en su cama, pero él aún seguía sintiendo los dolores, su estado todavía era delicado. Gracias a Dios, cuenta mi padre, vino una amiga de mi madre que es enfermera en el hospital militar, y que, años más tarde, sería mi madrina de bautizo. Y también, como nunca antes, casi por milagro, pues desconocía lo que había pasado, nos visitó el primo de mi padre, que es tecnólogo médico, y al momento de verlo, junto a mi madrina, como profesionales en medicina, se dieron cuenta de que él seguía muy mal, que no podía seguir aquí, que había que actuar rápido. Ellos convencieron a mi madre y al hermano de mi padre, y lo internaron esa misma noche, de emergencia, en la clínica del hospital militar. Cuando llegaron y el doctor vio el estado en el que se encontraba mi padre, le dijo a mi madre: «Lo trajeron a tiempo, de esta noche no pasaba». Entonces, allí, mi madrina Angélica movilizó a todas sus amigas del hospital para tomar las precauciones necesarias, porque los médicos sabían que en cualquier momento le podía dar un derrame cerebral. Sin embargo, como actuaron con precaución, aplicando las medicinas y los procedimientos necesarios, se pudo contrarrestar el ataque cerebral que se produjo en la madrugada, pudiendo así salvarle la vida. Después de ello, en cada reunión, mi abuelita Celith decía: «Angélica le salvó la vida a mi hijo». 
Mi padre estuvo internado en la clínica más de un mes, y su recuperación en casa demoró aproximadamente un año. Debido a todas las medicinas que tomaba su carácter cambió, pero ya el médico le había advertido a mi madre sobre los efectos que traerían el consumo de estos medicamentos fuertes. No fue fácil para nadie, sobre todo para mi madre, que tuvo que lidiar con todo el proceso de recuperación con mi hermana y yo aún siendo niños.
Afortunadamente todo pasó, mi padre se recuperó de aquel accidente y hoy en día aún lo tengo a mi lado, acompañándome, enseñándome, dejando en el pasado ese capítulo de su vida que queda tan solo, ahora, como un recuerdo.